Una Historia Sobre "El Muro" (Parte I).


Era una mañana fría de Noviembre por una calle transitada. El sol que brillaba sobre un cielo despejado, atenuaba sólo un poco las corrientes de aire siberiano que arribaban hasta esa calle después de haber viajado y dado mil vueltas por Europa.

Hans siempre pensaba que el viento no era otra cosa más que un grupo de "gigantes invisibles" a los que aprovechando su condición, les gustaba jugar y hacerle travesuras a la gente.

Aquella mañana y mientras él caminaba de la mano de su padre, los había visto despeinar a una señora, volarle las hojas del cuaderno y esparcirlas por todos lados a un estudiante y desenredarle la bufanda a una mujer joven que a toda prisa y con seguridad se dirigía hacia su trabajo.

A los hombres grandes y fuertes
(como a su padre), los "gigantes invisibles" casi nunca les hacían nada, intentaban despeinarlos, pero aquello no representaba un mayor problema. A lo más que llegaban era a enrojecerles las mejillas y curtirles la cara; entonces Hans pensaba en que eso se debía a que los hombres como su padre no tenían miedo, y por ende nada les podría pasar.

Aquella mañana
Hans y Manfred (que así se llamaba su padre), se dirigían como todo mundo hacia algún lado. Mientras caminaba apresurado sintiendo como la mano fuerte y grande aprisionaba la suya más pequeña; guiándolo por el camino, Hans o Hansi (como era habitual en los alemanes agregar una letra "i" al nombre de alguien para llamarlo en forma cariñosa), se entretenía viendo todo lo que hacían los gigantes invisibles, que al percatarse de que alguien había notado su existencia comenzaron a lucirse.


Primero volvieron loco a la figura del caballero montado a caballo que estando siempre en la parte más alta de una casa por la que siempre pasaban, les indicaba el camino.
Cuando él preguntó a su padre, este le respondió que aquel era un hombre que pensaba que los molinos eran monstruos temibles, y eran ellos mismos quienes lo habían colocado para siempre ahí.

A
Hansi le gustaba preguntarle a su padre todo aquello que no sabía, porque él siempre tenía una respuesta... En eso se parecía mucho al abuelo Theodor; pero esa mañana en particular, al parecer Manfred tenía más prisa que historias y por eso a Hansi le pareció más divertido ir siguiendo en el camino los pasos de los gigantes invisibles que movían y agitaban todo cuanto encontraban a su paso.


Él mismo no se había salvado de las travesuras de aquellos
gigantes transparentes... Como llevaba puesto el gorro de piel que le cubría hasta los oídos y la abuela Elvira le había regalado apenas una navidad antes, los gigantes no habían podido despeinarlo, pero por momentos le soplaban en los ojos, y le sacaban pequeñas lagrimitas que le daban comezón.

Aún así, a
Hansi le dio mucha risa lo que los gigantes hacían con el cabello de una anciana que siempre (y a la misma hora cuando pasaban ellos) caminaba rumbo al mercado con su bolsa, guantes y aquel sombrero tan chistoso que siempre llevaba puesto. Luego, a la salida de la escuela, volvían a encontrarla cuando regresaba en dirección contraria del brazo de su hija, que la acompañaba luego de la jornada de trabajo.

Durante todo el invierno ese fue su pasatiempo favorito en las mañanas, de la mano de su padre y de camino a la escuela.
Hansi hubiera creído que los gigantes eran "indestructibles" hasta el día que se dio cuenta que la diversión de estos seres encantados terminaba justo cuando las personas a las que les hacían travesuras, se acercaban al "Muro"...


Al llegar ahí,
los gigantes desaparecían por completo, y durante mucho tiempo Hansi pensó que eso se debía a que tras esa pared de concreto de 3.6 mts de altura existía algo mucho más poderoso y fuerte.

El Muro estuvo ahí desde que él se acordaba; y durante mucho tiempo pensó que al otro lado estaban todas esas cosas de las que hablaba su abuelo Theodor. En su mente infantil Hansi soñaba con que cuando el tiempo pasara, y él se convirtiera en "grande" podría ir a ver con sus propios ojos todo eso de lo que el abuelo platicaba y tal vez hasta llegar a ser un historiador famoso que plasmara en los libros todas esas historias sobre lugares y personajes increíbles.

Hansi tenía apenas 7 años, por eso creyó tanto en esa fantasía... Pero algo pasó el día en que se dio cuenta que al llegar cerca del Muro, no sólo los "gigantes invisibles" desaparecían, sino que también la gente cambiaba como por arte de magia... Caminaba mucho más de prisa y su semblante se transformaba por completo.

En esa parte de la calle
Bethaniendamm y muy cerca del hospital Georg Van Rauchhaus a Hansi se le ocurrió preguntarle a su padre: ¿Que había al otro lado del muro?, y a partir de ahí algo cambió para siempre, porque Manfred, el hombre que para él tenía todas las respuestas, se quedó mudo por completo, por primera vez dejó de verlo directo a los ojos mientras le hablaba, y se limitó a darle una respuesta de esas que los adultos dan a los niños cuando no saben ni que decir.

Hansi no entendió nada, pero para él no fue suficiente, la curiosidad lo llevó a indagar primero en los libros que tenía a su alcance, y luego en los de la biblioteca de la escuela. Conforme fue pasando el tiempo, su mundo de fantasía fue desapareciendo poco a poco. Hans creció y fue tomando no sólo consciencia de que nunca se había fijado en lo gris que era el país en que vivía y de ese mismo abuelo que antes le contara historias fascinantes e increíbles, conoció la realidad que giraba en torno al Muro.



Además de los datos contenidos en los libros de historia, a través de los cuales
Hans se enteró de las razones que llevaron a una misma nación a quedar dividida como si fuesen dos países distintos, abrió los ojos a una realidad que para él hasta ahora había pasado desapercibida; pues más allá de las cifras y datos cronológicos, conoció a través de Manfred y Theodore, la historia de como ese Muro trastocó a su familia.

Así fue como se enteró de que
Siegfried, el hombre que decían era su tío y aparecía en las fotos familiares de la sala de su casa, y por el que la abuela Elvira lloraba cada vez que se mencionaba su nombre, había desaparecido a causa de ese Muro.

Él era un sastre, que trabajaba en una casa de modas en
Berlín Oeste, mientras que en la parte Este, su familia tenía un pequeño negocio de costura del que él se hacía cargo en el poco tiempo libre que le quedaba. Como vivía con sus padres, Siegfried iba y venía a diario de una parte a otra, por lo que él era una más de esas personas a las que en aquel entonces se les conocía como "cruzafronteras".

El Sábado 12 de Agosto de 1961,
Siegfried subió al tren como todos los días para ir a su trabajo; pero ya nunca más pudo regresar. El tren en el que él viajaba fue uno de los últimos que recorrieron el trayecto hasta Berlín Este, sólo que por una demora inusual en su trabajo, Siegfried concluyó mucho más tarde sus actividades, y por eso en el último vagón que llegó en la noche, antes del cierre de la frontera ya no viajó él.


La abuela
Elvira nunca se resignó a perder a su hijo mayor, y durante mucho tiempo permaneció apostada en el borde de la ventana que asomaba hacia la parte Oeste de Berlín, con la esperanza de que Siegfried volviera...

La abuela creía que él estaba vivo, pero no aparecía por temor a ser perseguido por el estado germano. Tenía la esperanza de que tarde o temprano
Siegfried "se las ingeniaría" para hacerle saber a su familia que estaba bien, pero esa corazonada se vino abajo cuando comenzaron los rumores de las "atrocidades" que los guardias cometían con todo aquel que intentara burlar la vigilancia y cruzar El Muro.

Como
Siegried tenía fama de ser buen nadador, y hasta la familia llegaron las noticias de que un joven de 27 años había sido asesinado en el agua cuando intentaba cruzar nadando hacia la parte Este, dieron por entendido que se trataba de él; porque aunque no tenían forma de confirmarlo o desmentirlo, lo más probable era que si hubiera muerto, pues ya nunca más se volvió a saber nada.

Para
Hans, enterarse de toda esta realidad, representó un impacto muy fuerte; pues conforme indagaba más, descubría que todas las personas que vivían en ese pequeño barrio cercano al Muro tenían una historia que contar.

La anciana del sombrero chistoso, que a diario volvía del brazo de su hija
(y por todos era conocida como la Sra. Heinemman), Hans se enteró de que había perdido la cordura... La chica que la acompañaba todas las tardes de regreso no era más que su vecina; una desconocida de buen corazón a la que la anciana vivió creyendo desde 1961 que era su hija, cuando en realidad esta había sido una de las pocas personas que una vez estando levantada la muralla de concreto que ofrecía 3 opciones a quienes se atrevían a desafiarle: cárcel, muerte y libertad, había alcanzado esta última.

La historia que se contaba en torno a la
Sra. Heinemman era muy simple. Un Sábado por la mañana, ella y su hija Úrsula salieron a dar un paseo y luego de caminar por un rato llegaron hasta un puente que cruzaba un río a poca distancia de una de las zonas de control.

En ese entonces y a pesar de que
El Muro ya existía; el cruce de una parte a otra de Berlín se encontraba todavía abierto; aunque sólo para los occidentales que iban al Este.
Madre e hija avanzaron hasta unos huertos abandonados y con el corazón latiéndole por la idea que acababa de cruzar por su cabeza,
Úrsula le dijo a su madre que esperara mientras ella iba a investigar.

En ese lugar, la frontera estaba a unos cuantos metros, y por eso la joven de 20 años decidió arriesgarse. Se adentró en los huertos, pasó un foso cubierto de tierra, hasta que se encontró con la valla de alambre de espino recién levantada.

Con sólo unos jeans de mezclilla, un sweater delgado y aún sabiendo que su madre la esperaba al otro lado;
Úrsula decidió su destino en un instante, al tomar la súbita decisión de cruzar cuando vió que en el último nivel de la cerca había un agujero lo suficientemente ancho para que alguien pudiera pasar arrastrándose por debajo.

Cuando menos lo pensó ya estaba en el suelo intentándolo, y la audacia le costó no sólo que los pinchos de la alambrada desgarraran su sweater y también las muñecas de sus manos, cuando las tuvo que usar para levantar un poco más la barrera de alambre y así poder deslizarse para pasar.

Después de unos minutos, se topó con una segunda valla y repitió el mismo procedimiento, pero esto provocó que sus manos sangraran aún más y su sweater se despedazara todavía más también. Pasó con cuidado las piernas por el alambre y atravesó lentamente, sin hacer ruido, ya era demasiado tarde para volver atrás.

Úrsula fue una de las pocas personas que tuvo suerte, llegó sana y salva a Berlín Oeste; sin nada más que lo que llevaba puesto ese día y en el bolsillo trasero de los jeans su documento de identidad y un pañuelo, pero nada de dinero.

Al otro lado de El Muro, nunca supo si fue por su aspecto, pero alguien se compadeció de ella y le regaló un par de marcos para que subiera a un autobús y así pudiera llegar hasta un centro de refugiados.

A las 24 horas de haberse registrado en Berlín Oeste ya había encontrado otra vez trabajo en un hotel, donde además también le ofrecieron alojamiento. Naturalmente, su suerte no había sido "gratis" y el precio a pagar era muy caro: No volvería a ver en muchos años a su madre ni a su familia en Berlín Este...

Continuará...

Comentarios

Fue muy triste eso del muro, y las personas que sufrieron, y hasta murieron tratando de cruzar, y esas que se separaron de su familia como la chica de tu historia.

Gracias a Dios y a un error de los del gobierno ese muro fue atravesado y los militares no hiceron nada y dejaron pasar a todas esas personas, gracias a ese error la prensa anunció que ya no iba a existir más el muro y por ende la gente salió corriendo gracias a esa información, y así fue como ese maldito muro -que nunca debió de existir- fue derribado y trajo consigo encuentros, un país unido otra vez, y algo de esperanza para la humanidad.

Como siempre muy interesantes tus historia, y para que veas que soy tan fan de tu blog, estoy lejos de casa y sigo entrando a cada rato a tu blog que ahora se puso navideño.

Te dejo un abrazo y gracias por todo.

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