Mi paz interior no es negociable


Esa mañana se levantó como cualquier otra, pero al ir a lavarse la cara, algo había de ser diferente. Estaba frente al espejo y algo desde dentro, como una fuerza profunda, tenía un mensaje para ella: "Soy tu paz interior y tienes que empezar a cuidarme".

Había pasado unos meses francamente malos desde el punto de vista anímico y había perdido las ganas por cualquier regalo o gesto agradable que pudieran ofrecerle los días. Sin embargo, sabía que esa voz interna comenzaba a tener razón: era la hora de establecer prioridades, de re-definir una jerarquía: de la que manejaba hasta esa mañana se había borrado hacía tiempo.

Es posible que hubiera a su alrededor millones de obstáculos impidiéndole desarrollar al arte de cuidarse, pero por fin había entendido que mirar por ella y para ella, al menos una vez al día, le haría ganar en bienestar. Además, sería un “post-it” en su memoria, en el que escribiría esto para continuamente recordarlo: “es el momento del día en el que toca salir de la zona del bosque en la que te encuentras, subir en el globo y verlo desde arriba”.

A lo largo del día fue reflexionando poco a poco. Primero comenzó a ser consciente de lo complicado que era seguir el propósito que se había marcado: vivimos en una sociedad que nos obliga a relacionarnos y que nos mantiene continuamente ocupados, haciendo que nuestra mente no contemple nuestros intereses de una manera explícita. Como si velar por ellos, de manera consciente e intencionada, fuera un pecado: el mejor indicador de que somos unos egoístas.

Aunque no era sólo eso. Había peleado con los monstruos más terribles que existían y que habían hecho que el miedo, la ansiedad y la tristeza se apoderaran del mando de su vida. Ellos habían ocasionado llantos, nostalgias y rupturas internas.

También había tenido que hacer frente a decisiones erróneas, circunstancias delicadas, momentos duros que escapaban de sus manos. Entre sus dedos, como si fueran agua. Tampoco podía olvidarse de las veces que había caminado con los ojos tapados por culpa de personas que querían vivir dos vidas, una de ellas la suya.

No obstante, los mejores propósitos de la vida no son fáciles, así que este tampoco tenía por qué serlo: el dolor había sido inevitable y hasta valeroso, pero ya era el momento de que el sufrimiento le dejará de hacer perder un tiempo que no volvería jamás.

En ese instante recordó algo que había leído hacia un tiempo: "Somos lo que pretendemos ser y por lo tanto, tenemos que elegirlo muy bien". Eso era justamente lo que necesitaba para lograr establecer prioridades: hacerlo supondría actuar acorde con ello y alejar la disonancia que produce que la mente y los actos estén “desintonizados”.

Comenzó por una decisión: dejar atrás lo que la ataba al suelo, por decirse un poco más que era especial y por mantener la luz que había dejado de ver. Al fin y al cabo ella era la defensora de sus sueños, la mejor aliada de su autoestima y tenía consigo gente que con su cariño no dejaban de alumbrarla.

Quería ser alguien que comprendiera que su paz interior pasaba por encontrar su lugar en el mundo y por mantenerse conectada a él: sonriendo a la panadera que vivía dos manzanas cuando fuera a comprar, agradeciendo los pequeños detalles, repartiendo cariño a los suyos. Sólo así el equilibrio volvería y los monstruos ya no harían tanto ruido.

En los días sucesivos se dio cuenta de lo que de verdad quería decir aquella profunda voz que había escuchado: tenía derecho a estar bien y eso no era una posibilidad a negociar. Tenía que luchar por su serenidad, por su calma y paz interior, dado que sólo así sería capaz de ir encontrando un poco de felicidad entre tanta sobra.

Merecía la pena encontrar la forma de conseguirlo, sobre todo porque el estado de bienestar le permitiría ver que la paz interior es “un habitar en uno mismo”, sabiendo que eres feliz con lo que tienes, con lo que haces y con lo que compartes. A partir de entonces, prometió no dejar de mirarse al espejo cada mañana, así nunca volvería a olvidarlo otra vez.

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