Fragmento de "Caballo de Troya IV".
En días difíciles, en el sentido de que durante la mayor parte de las horas anduviste corriendo y el día se te esfumó entre mil y un pendientes, o desgastándote el cerebro con un abanico de preocupaciones, al llegar la noche un libro siempre te rescata de todo eso...
Eso es lo que yo hago cuando algo me intranquiliza, me preocupa o ha estado dándome vueltas durante mucho tiempo en la cabeza y el corazón: llego a casa y me pongo a leer.
Caballo de Troya IV, es el libro que estoy leyendo en este momento -con más lentitud de la que yo quisiera-, pero el caso es que desde que descubrí estos libros de J.J Benitez, en los que él prácticamente te lleva a viajar en el tiempo, hasta La Palestina del año 30; junto al "Mayor" o Jason, (nombre que este personaje adoptó para hacerse llamar en esa época), para buscar y conocer a Jesús de Nazareth, la historia me atrapó.
Más adelante, cuando termine de leer el libro, previo al resumen, voy a hacer un post para hablar sobre algunos de "los artefactos modernos" de los cuales Jason hace uso en esa época tan antigua; pero en este antepenúltimo post (porque todavía voy a dejar uno final programado para el 31 de Diciembre, por si hay algún "incauto despistado que entre al blog): cierro este año de intensa actividad "blogueril", hasta mi regreso de Uruguay.
Pero bueno, mientras llega el último día del 2008; les quiero compartir un pasaje de esta historia, relacionado con un leproso, que tiene lugar de camino hacia Caná, y que me conmovió muchísimo cuando lo leí.
No quiero ahondar mucho sobre eso, para que cada uno de ustedes lo lea y descubra de que se trata; tan sólo quiero hacer referencia a que "El Mayor"; en su identidad de Jason; el griego comerciante de vinos y maderas (identidad que adoptó para poder pasar desapercibido y relacionarse con la gente de ese tiempo); es un personaje muy especial.
La forma como J.J Benitez delineó la personalidad del protagonista de esta historia me fascina, porque aunque es un militar imparcial que viaja a través del tiempo para saber como fueron en realidad las cosas con Jesús -durante su vida y en la época que le tocó vivir- todo su entrenamiento enfocado a esa misión, y toda su objetividad científica queda reducida a nada cuando conoce al "Rabí de Galilea"...
Me fascina eso de este personaje, que es un hombre muy sensible, pero bueno...Ya les contaré más sobre eso cuando llegue el turno de esa 4ta. reseña de esta aventura en el tiempo y mientras tanto les dejo este fragmento de "Caballo de Troya IV"...
Espero que lo disfruten y les produzca las mismas emociones que a mi:
******************************
... A los pocos metros, un eco me sobresaltó...
Desconcertado giré en redondo, a la búsqueda del origen del cavernoso ruido.
Pero seguí ciego. El instinto me impulsó a imitar a Juan. Y sin meditarlo dos veces, con el miedo hormigueando en las entrañas, me lancé en persecución de la pareja. No sabía qué estaba pasando y tampoco sentía demasiados deseos de averiguarlo. Sin embargo, las cosas no eran, no iban a suceder como imaginaba...
Apenas iniciada la frenética carrera, una sombra surgió por la izquierda, en pleno terraplén. Y el eco, al llegar a su altura, se hizo claro, profundo y, en esos momentos, escalofriante.
Sólo Dios sabe por qué me detuve. Medio estrangulado por un terror absurdo e irracional, con las pulsaciones desbocadas, retrocedí hasta situarme frente a la "sombra".
Mis amigos estaban a punto de alcanzar el final del pequeño desfiladero. El eco, efectivamente, resonaba nítido en el fondo de la cueva que tenía ante mí. La hoz ofrecía en aquel lugar una oquedad de un metro de altura por otros dos de ancho, medio cerrada por el ramaje. Y despacio, muy despacio, fui agachándome, escrutando la oscuridad del agujero e intentando identificar los sonidos.
María y el discípulo, a trescientos o cuatrocientos metros, me hacían señales, gritando algo que no entendí. Y cuando me disponía a alejarme, convencido de que podía tratarse de la guarida de alguna alimaña, el eco, más cercano, me erizó los cabellos. Algo reptaba o arrastraba la tierra a su paso, precipitándose hacia la salida.
Con la voluntad y los nervios en desorden traté de retroceder. Pero el bastón se me fue de entre los dedos. Al inclinarme para recogerlo, entre los cada vez más cercanos gruñidos creí identificar un sonido humano: algo similar a un grito, mitad lamento, mitad aviso... Algo parecido a "ame"...
¡Dios de los cielos! En efecto, era una voz humana. Al sonar en la boca de la cueva, aquel "¡ame!", repetido insistentemente, me hizo comprender lo que tenía ante mí.
Un nuevo "ame" ("impuro") precedió a la aparición de unas manos y un rostro, parcialmente fajados con unos lienzos purulentos y destrozados por la miseria. Y los ojos de un anciano, tan asustado como yo, se clavaron en quien esto escribe. A gatas, desde la entrada, el infeliz volvió a gritar aquel "impuro", en tono amenazante. Y una inmensa piedad vino a reemplazar mis terrores.
El lugar, cercano a lo que hoy se conoce como Ein Mahil, era el forzado reducto de una partida de leprosos, vecinos en su mayoría de las aldeas y pueblos colindantes.
La ley y las costumbres les obligaban a permanecer aislados y, en caso de proximidad a caminantes o núcleos habitados, a proferir los mencionados gritos de advertencia. Lamentablemente, a causa de la ignorancia en materia sanitaria, el término "lepra" se hizo extensivo a enfermedades y dolencias que nada tenían que ver con dicho mal.
Como demostró S.W. Baron, bajo esta designación fueron incluidas tuberculosis óseas purulentas, contagiosas elefantiasis, dermatosis, "lepras de cabeza" (probables alopecias), quemaduras graves mal curadas y hasta inofensivas calvicies en las que surgían manchas rojas o lobanillos. En el caso que nos ocupa, el anciano sí parecía presentar una verdadera lepra.
Bajo los harapos, unas manchas lechosas corroían los tejidos de las manos y del rostro, desnaturalizando al individuo. Se trataba, seguramente, de una de las lepras más generalizada en la Palestina de Jesús: la "mosaica" o "blanca", hoy conocida como "anestésica".
Aunque, obviamente, no tuve oportunidad de reconocerle, al ponerse en pie y observar las ulceraciones y la parálisis que inutilizaba algunos de los dedos, imaginé que la primera lepra se hallaba asociada a la también infectiva lepra "tuberculoide".
Nariz y mejillas -o lo que quedaba de ellas- presentaban unas desiguales nudosidades abolladas, la mayoría reblandecidas, y otras en estado terminal o ulceradas.
Su aspecto famélico me hizo pensar también en graves lesiones viscerales. O mucho me equivocaba o aquel desgraciado no tardaría en morir.
Durante un par de minutos el cadáver andante me contempló incrédulo. ¿Por qué no huía? Para cualquier judío, incluso para los menos escrupulosos con la ley, la lepra, además de una impureza, era la más flagrante manifestación
del pecado.
Todo leproso, por el hecho de serlo, era despreciado y repudiado, no sólo por el, hipotético riesgo de contagio, sino, en especial, por "haber caído en desgracia ante Dios".
"Auxiliadores", sacerdotes, ricos y pobres, judíos o gentiles procuraban distanciarse de estos "apestados", no concediéndoles otro favor que el de, muy de tarde en tarde, arrojar a sus pies alguna que otra hogaza de pan o las ropas usadas.
Y aunque espero referirme a ello en su momento, esta dramática situación hizo más encomiables las audaces aproximaciones del Maestro a los leprosos.
Conmovido ante la insondable tristeza de aquellos ojos negros -quizá lo único vivo en semejante despojo- le sonreí e, inclinando la cabeza, balbuceé un saludo.
El viejo, al detectar mi acento, comprendió. Y agradecido por el gesto de simple humanidad de aquel griego correspondió con una frase que no he olvidado:
-Tú no necesitas la paz, amigo: la llevas dentro-
No era el momento de polemizar sobre tan discutible afirmación. Y con una nerviosa despedida me distancié. Pero, súbitamente, ganado por uno de mis peligrosos impulsos, di la vuelta, depositando entre los muñones de sus manos el frasco de vidrio, obsequio de Meir.
El leproso lo inspeccionó y, sin comprender, levantó los ojos hacia el enigmático caminante. Le animé a destaparlo. Y acercándolo a los descarnados labios arrancó con los dientes la tela de lino que lo sellaba. La fragancia del «agua de rosas» le desconcertó.
Supongo que intentó sonreír. Al no lograrlo bajó el rostro y las lágrimas corrieron hacia los corrompidos vendajes. Jamás volvería a verle ... en aquel "ahora"..
"Caballo de Troya IV" J.J. Benitez.
Me encantó eso de: "Tú no necesitas la paz, amigo: la llevas dentro", porque me tuvo varios días pensando en si yo conocía a alguien que reflejara algo parecido a esto, y después de meditarlo un poco, llegué a la conclusión de que sí, conozco a alguien así...
Comments
Gracias por haberlo compartido y haberme dicho eso a mí. Ahora me pregunto...¿quien ese esa persona que conoces?.
Te dejo millones de abrazos de oso, ¿te dije que te extraño mucho?.
Nos vemos mas tarde.