Ensoñación...
Amaba verla descalza, con los sueños y los pensamientos ausentes mientras intentaba retener con la frialidad de sus manos el vapor dulce de una taza de té.
En el silencio y la aletargante humedad (que caracteriza a los días grises) sin necesidad de palabras me decía tanto...
Sus labios me hablaban del sabor amargo de la infusión contenida entre paredes frías y pálidas de cerámica, transformándose en la dulce ensoñación de un beso de buenos días al despertar.
No necesitaba tocarla para adivinar la sensación de sus pies descalzos sobre la madera hinchada y húmeda tras una noche de lluvia, de sus pasos haciendo una fiesta de baile y ritmo en cada rincón de la cocina a la hora de la comida.
No necesitaba del viento para amar sus cabellos revueltos como una penumbra inmensa cubriendo sus oídos y parte de su rostro, mientras sus ideas -al igual que su espíritu libre- viajaban a gran velocidad, alejándola de mi; aún yo insistiendo en quedarme sin estar ella ahí.
Aún así, distante y ausente, yo sabía que su único punto de anclaje con el mundo real era la textura de su piel erizada por el frío rocío matutino, oculto bajo la áspera tela de mezclilla que envolvía hasta el doblez de la curvatura de sus pantorrillas.
Esa era la prueba más evidente de esa sutil fragilidad que por tantas madrugadas intenté abrigar cada vez que la puso en mis manos. Cada vez que encontré sus letras dispersas en pedacitos de hojas o trozos de servilletas en los que la vigencia de emociones propició que los sentimientos encayaran materializados en forma de versos.
Ella ya no estaba ahí, pero yo podía diluir la realidad y el tiempo presente, hacer girar en otro sentido el punto indicador de la brújula hacia donde enfocaba sus sueños con tan sólo palpar la madera húmeda y áspera sobre la que tantas veces reposaron sus delgados pies.
Y podía pulverizar la ausencia, para luego reconstruir su presencia, cada vez que así yo lo quisiera...
Basta con releer las líneas de un viejo poemario, a pesar de que ni el cielo, ni los satélites volvieron a verse igual desde entonces.
Y era y no era... Pero en mi alma -al igual que el mapa de sus lunares- seguía siendo la ensoñación perfecta.
No necesitaba tocarla para adivinar la sensación de sus pies descalzos sobre la madera hinchada y húmeda tras una noche de lluvia, de sus pasos haciendo una fiesta de baile y ritmo en cada rincón de la cocina a la hora de la comida.
No necesitaba del viento para amar sus cabellos revueltos como una penumbra inmensa cubriendo sus oídos y parte de su rostro, mientras sus ideas -al igual que su espíritu libre- viajaban a gran velocidad, alejándola de mi; aún yo insistiendo en quedarme sin estar ella ahí.
Aún así, distante y ausente, yo sabía que su único punto de anclaje con el mundo real era la textura de su piel erizada por el frío rocío matutino, oculto bajo la áspera tela de mezclilla que envolvía hasta el doblez de la curvatura de sus pantorrillas.
Esa era la prueba más evidente de esa sutil fragilidad que por tantas madrugadas intenté abrigar cada vez que la puso en mis manos. Cada vez que encontré sus letras dispersas en pedacitos de hojas o trozos de servilletas en los que la vigencia de emociones propició que los sentimientos encayaran materializados en forma de versos.
Ella ya no estaba ahí, pero yo podía diluir la realidad y el tiempo presente, hacer girar en otro sentido el punto indicador de la brújula hacia donde enfocaba sus sueños con tan sólo palpar la madera húmeda y áspera sobre la que tantas veces reposaron sus delgados pies.
Y podía pulverizar la ausencia, para luego reconstruir su presencia, cada vez que así yo lo quisiera...
Basta con releer las líneas de un viejo poemario, a pesar de que ni el cielo, ni los satélites volvieron a verse igual desde entonces.
Y era y no era... Pero en mi alma -al igual que el mapa de sus lunares- seguía siendo la ensoñación perfecta.
Inspirado en "Norte y Sur" de Elizabeth Bishop.
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